Seguramente te ha pasado que tu cliente es derivado a una “terapia de coparentalidad” desde el tribunal o incluso has llegado a un acuerdo con la contraparte donde se propone esta medida. Probablemente, en más de una ocasión, has terminado teniendo la impresión de que estas “terapias” en lugar de ayudar, terminan formando “parte del problema”.
¿Te sientes identificado/a con esta situación?
En nuestra práctica, hemos conocido muchos casos donde la “terapia de coparentalidad” parece no funcionar y los abogados terminan pensando que estas intervenciones “no sirven”.
Este tema que estamos abordando no es menor. Los padres que ejercen la llamada coparentalidad conflictiva, si bien constituyen un porcentaje menor dentro de los padres separados, generan un gasto muy alto de recursos, producen desgaste para el sistema judicial y para las personas que forman parte de este sistema (jueces, abogados, consejeros técnicos, peritos, etc.). En este sentido, autores como Neff y Cooper (2004) han llegado a afirmar que los progenitores que ejercen una coparentalidad conflictiva, si bien representan alrededor de un 10 a 15% dentro de los progenitores en disputas legales, son un verdadero problema para el sistema judicial, pues consumen alrededor de un 90% de tiempo de los jueces de familia y de los profesionales implicados en el conflicto.
Por otra parte, existe consenso en la literatura especializada respecto de que los hijos de padres separados que ejercen una coparentalidad conflictiva1 presentan, además, un alto riesgo de manifestar alteraciones (de diversa índole) en su salud mental. Por este motivo, existe una necesidad real y urgente de intervenir de forma efectiva con estos padres.
Hasta ahora, en nuestro país, la forma de intervenir a nivel de la coparentalidad con los progenitores en disputa judicial se ha conocido como terapia de coparentalidad.
¿Qué es lo que parece no funcionar en este tipo de intervenciones con padres que presentan una dinámica judicializada altamente conflictiva?
Existe un problema muy difundido entre los profesionales de la salud mental cuando se trabaja la coparentalidad con padres que han judicializado sus conflictos. Muchos psicólogos enfocan sus intervenciones desde una mirada o enfoque clínico, no advirtiendo que el contexto judicial requiere modificar el enfoque y también la forma de intervenir. De no hacerlo, las intervenciones tienen un mayor riesgo de fracaso.
El enfoque clínico presupone una actitud de confianza en el problema o queja que trae el paciente. Desde ese lugar es muy común que quienes hacen “terapias de coparentalidad” en casos judicializados opten por no revisar antecedentes de ningún tipo, comenzando a trabajar con los padres sin distinguir que el contexto (judicial) marca una diferencia muy relevante.
A diferencia del enfoque clínico, el enfoque Psico-Jurídico de intervención reconoce que es esencial acceder y conocer todos los antecedentes del conflicto judicializado entre los padres, a fin de diseñar un plan de intervención efectivo. De lo contrario, podemos terminar sesgando nuestra visión del caso y todas nuestras intervenciones (Ej. victimizando al progenitor/a que ha desplegado un patrón de interferencia parental sostenido en el tiempo pero que ha sabido manipular de forma muy hábil al sistema de justicia).
Hace algunas décadas, países como Estados Unidos y Canadá comenzaron a implementar una forma distinta de intervenir a nivel de la coparentalidad en casos judicializados de alto conflicto. Dicha forma de intervención fue conocida como parenting coordination (PC) o coordinación parental (CP).
¿Por qué se pensó en esto? En primer lugar, porque los datos evidenciaban de forma dramática que se trataba de un problema urgente y necesario de abordar, pues generaba un impacto negativo en el funcionamiento del sistema judicial (desgaste humano, gasto enorme de recursos en un sentido amplio). En segundo lugar, porque la evidencia mostraba muy claramente que este era el foco donde se debía intervenir considerando el llamado interés superior del niño/a.
Diversos autores e investigadores coinciden en afirmar que el factor principal que predice desajuste psicológico en la salud mental de los niños es el conflicto crónico entre los padres. En este sentido, poco sacamos llevando a los niños a terapia (en algunos casos es necesario por supuesto) o intentando revincularlos con el otro progenitor, mientras los padres continúan teniendo una “batalla campal” que parece no terminar jamás. Hay que intervenir en la coparentalidad, ese es el foco principal.
La llamada coordinación parental (CP) constituye una respuesta novedosa al problema que presentamos anteriormente. No es una terapia psicológica, sino un servicio híbrido de tipo legal (por el contexto en el que se inserta) y de salud mental, que ayuda a los padres a construir un plan de parentalidad. Se trata de un modo de intervenir muy específico y estructurado que está centrado en el niño (pues su fin último es la salud mental de los hijos) pero que no interviene directamente con ellos, sino con los padres en conflicto. Al reducir el nivel de conflicto entre los progenitores, se impacta en una mejor calidad de vida y salud mental en los hijos, evitando al mismo tiempo la sobre intervención de los niños en un contexto judicial.
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1. Autores como Fidler (2012) y Sullivan (2008) han descrito a los padres que ejercen una coparentalidad conflictiva, destacando que estos tienden a privilegiar sus propios intereses por sobre los de los hijos, presentan escasas habilidades de comunicación y resolución de conflictos y tienden a mantener/agudizar su situación de conflicto. Este tipo de progenitores presentan disputas prolongadas en el tiempo, caracterizadas por falta de confianza, elevados niveles de rabia y hostilidad y uso frecuente de los recursos del sistema judicial en intentos infructuosos de dar solución a su conflicto.